jueves, 13 de septiembre de 2007

LA PRESA (CUENTO)



Desde que murió su madre, aquella vida de los barrios se le había hecho insoportable a René Marte. En verdad, desde su adolescencia, cuando le viraron el mundo y lo trajeron a vivir entre el bullicio de los alto parlantes, el monótono pregón de los buhoneros y el humo maloliente de los vehículos y la basura acumulada en todos los rincones, jamás pudo adaptarse a este cinturón de miseria donde vinieron a recalar.

Por ello, ante la desidia de la gente y el hedor que lo inundaba todo, no lo pensó dos veces; se fue a vivir al campo, huyéndole al bullicio y al progreso de la capital. Tenía vivo en sus recuerdos el río de su niñez, ese hermoso caudal que bordeaba los terrenos que dejó su padre en heredad, y que lo vio crecer hasta que era ya un hombrecito. Al fin y al cabo eso era lo que siempre había soñado: volver al campo, y construir su casa en el cerro.

Cuando miró su rancho recién terminado, creyó que tal vez sería más acogedor si tuviera en el frente un gran árbol que le diera sombra. Pensó en el flamboyán que había visto camino al río, y fue a buscarlo. Lo sembró donde había mejor tierra para que creciera mas rápido. Alguien le había dicho que la borra de café era un buen abono, que hacía que los árboles se dieran grandes.

Pasaron los días. René le echaba borra de café a su matita, que cuidaba con esmero, como si fuera su única familia. Le acariciaba las hojas de vez en cuando mientras la plantita crecía y crecía casi frente a sus ojos. Algunas veces, al acariciarla, pensaba en Carmencita, la hija del bodeguero, a quien le había prometido regresar para llevársela a vivir con él a ese cerro de Bonao. Cómo era de putica la condenada –pensaba-. Recordaba las travesuras que ella le hacia cuando estaban solos en el colmado, mostrándole los senos sólo para verle la cara, ya que le decía que él era muy serio; y con tanta picardía lo recordaba, que hasta se reía, porque fue ella quien casi lo obligó para darle su primer beso. Cuando bajaba al pueblo generalmente era para llamarla, comprar algo y recoger la borra que le guardaba una tía suya que tenía un negocio donde se vendía café colado.

Su tía siempre le decía que se fuera a vivir con ella al pueblo, pero él se negaba diciéndole que en ese cerro viviría con su mujer y criaría los hijos que Dios le diera; siempre alejado del ruido y el desorden de la gente.

El árbol había crecido en poco tiempo, su fronda ya era suficiente para dar su sombra y René, sentado bajo ella en una silla de guano, se extasiaba recordando a la mujer que pronto estaría acompañándolo en aquella hermosa soledad; siempre observaba lo fuerte que había quedado el rancho, no lo tumbaría ni un huracán –pensaba-. Tiró la vista al llano y vio sus reses y sus chivos pastando tranquilos, y más adelante, el río que se perdía entre el monte. Fue entonces cuando volvió a escuchar el mismo rugido que otras veces, pero ahora se oía mas cerca; sí, eran tractores, los conocía muy bien, y no precisamente de arar la tierra; los había visto en acción en Villa Juana cuando tumbaron el ranchito donde vivió junto a su madre, y le dieron los chelitos con los que había logrado su soñada heredad. Pero el ruido todavía venía de lejos. Cerró los ojos y continuó pensando en Carmencita.

Una mañana, tuvo un sueño. Soñó que entre su sabana tibia se deslizaban unas suaves manos que lo acariciaban, y pudo ver dibujada la figura de una escultural mujer que se contorneaba libidinosa y en celo. Se imaginó que era Carmencita que había llegado y lo tentaba a hacer travesuras; al descubrir la sabana quedó perplejo, millones de raicillas del framboyán, haciendo un extraño zumbido se habían unido y formado una escultura con figura de mujer que yacía a su lado, como una amante esposa en busca de amor.

Lo despertó el rugido estrepitoso y violento de las máquinas. Comprendió que el sonido no era del sueño que venía, era de la realidad. Las voces de los hombres se confundían entre los tractores que se disputaban el derrumbe del cerro.

René Marte vio su framboyán partido en mil pedazos entre las fauces de un tractor. No fue rabia, ni estupor, fue amor. Le fue encima al maquinista con un machete. Sonó un disparo. René cayó rodando hasta donde se hallaba su árbol deshecho entre la pala mecánica. Abrió sus ojos y acarició sus hojas como lo hacía cada mañana. Un hilillo de sangre se deslizó de su boca hecha tierra, mientras una profunda y terrible oscuridad le cegaba los ojos, y le robaba sus sueños para siempre…

Ante la confusión reinante, el capataz, pistola en manos, dejó escuchar su voz:

–Pero ese hombre estaba loco, por poco le rompe el pescuezo a ese infeliz que tiene tres muchachos –señalando al maquinista-. Parece que nadie le dijo que por aquí es que va la presa.


© Pablo Martinez

1 comentario:

Martha Morgado dijo...

Este sí estuvo cruel, pero me gustó. Como todo lo demás.

Atte. Martha...